9/24/2012

Carta a una señorita en París (Julio Cortázar)


Carta a una señorita en París
[Cuento.]
Julio Cortázar


Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejilo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)
Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un clic final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.
Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.
Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.
Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.
Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora. En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.
Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.

El rastro de tu sangre en la nieve (Gabriel García Márquez)


El rastro de tu sangre en la nieve
 Gabriel García Márquez

Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El guardia civil con una manta de lana cruda sobre el tricornio de charol examinó los pasaportes a la luz de una linterna de carburo, haciendo un grande esfuerzo para que no lo derribara la presión del viento que soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes diplomáticos en regla, el guardia levantó la linterna para comprobar que los retratos se parecían a las caras. Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de enero, y estaba arropada hasta el cuello con un abrigo de nucas de visón que no podía comprarse con el sueldo de un año de toda la guarnición fronteriza. Billy Sánchez de Ávila, su marido, que conducía el coche, era un año menor que ella, y casi tan bello, y llevaba una chaqueta de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Al contrario de su esposa, era alto y atlético y tenía las mandíbulas de hierro de los matones tímidos. Pero lo que revelaba mejor la condición de ambos era el automóvil platinado, cuyo interior exhalaba un aliento de bestia viva, como no se había visto otro por aquella frontera de pobres. Los asientos posteriores iban atiborrados de maletas demasiado nuevas y muchas cajas de regalos todavía sin abrir. Ahí estaba, además, el saxofón tenor que había sido la pasión dominante en la vida de Nena Daconte antes de que sucumbiera al amor contrariado de su tierno pandillero de balneario. Cuando el guardia le devolvió los pasaportes sellados, Billy Sánchez le preguntó dónde podía encontrar una farmacia para hacerle una cura en el dedo a su mujer, y el guardia le gritó contra e1 viento que preguntaran en Indaya, del lado francés. Pero los guardias de Hendaya estaban sentados a la mesa en mangas de camisa, jugando barajas mientras comían pan mojado en tazones de vino dentro de una garita de cristal cálida y bien alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la clase del coche para indicarles por señas que se internaran en Francia. Billy Sánchez hizo sonar varias veces la bocina, pero los guardias no entendieron que los llamaban, sino que uno de ellos abrió el cristal y les gritó con más rabia que el viento:
-Merde! Allez-vous-en!
Entonces Nena Daconte salió del automóvil envuelta con el abrigo hasta las orejas, y le preguntó al guardia en un francés perfecto dónde había una farmacia. El guardia contestó por costumbre con la boca llena de pan que eso no era asunto suyo. Y menos con semejante borrasca, y cerró la ventanilla. Pero luego se fijó con atención en la muchacha que se chupaba el dedo herido envuelta en el destello de los visones naturales, y debió confundirla con una aparición mágica en aquella noche de espantos, porque al instante cambió de humor. Explicó que la ciudad más cercana era Biarritz, pero que en pleno invierno y con aquel viento de lobos, tal vez no hubiera una farmacia abierta hasta Bayona, un poco más adelante.
-¿Es algo grave? -preguntó.
-Nada -sonrió Nena Daconte, mostrándole el dedo con la sortija de diamantes en cuya yema era apenas perceptible la herida de la rosa-. Es sólo un pinchazo. Antes de Bayona volvió a nevar. No eran más de las siete, pero encontraron las calles desiertas y las casas cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas vueltas sin encontrar una farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se alegró con la decisión. Tenía una pasión insaciable por los automóviles raros y un papá con demasiados sentimientos de culpa y recursos de sobra para complacerlo, y nunca había conducido nada igual a aquel Bentley convertible de regalo de bodas. Era tanta su embriaguez en el volante, que cuanto más andaba menos cansado se sentía. Estaba dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde tenían reservada la suite nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos contrarios ni bastante nieve en el cielo para impedirlo. Nena Daconte, en cambio, estaba agotada, sobre todo por el último tramo de la carretera desde Madrid, que era una cornisa de cabras azotada por el granizo. Así que después de Bayona se enrolló un pañuelo en el anular apretándolo bien para detener la sangre que seguía fluyendo, y se durmió a fondo. Billy Sánchez no lo advirtió sino al borde de la media noche, después de que acabó de nevar y el viento se paró de pronto entre los pinos, y el cielo de las landas se llenó de estrellas glaciales. Había pasado frente a las luces dormidas de Burdeos, pero sólo se detuvo para llenar el tanque en una estación de la carretera pues aún le quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su juguete grande de 25.000 libras esterlinas, que ni siquiera se preguntó si lo sería también la criatura radiante que dormía a su lado con la venda del anular empapada de sangre, y cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba atravesado por ráfagas de incertidumbre.
Se habían casado tres días antes, a 10.000 kilómetros de allí, en Cartagena de Indias, con el asombro de los padres de él y la desilusión de los de ella, y la bendición personal del arzobispo primado. Nadie, salvo ellos mismos, entendía el fundamento real ni conoció el origen de ese amor imprevisible. Había empezado tres meses antes de la boda, un domingo de mar en que la pandilla de Billy Sánchez se tomó por asalto los vestidores de mujeres de los balnearios de Marbella. Nena Daconte había cumplido apenas dieciocho años, acababa de regresar del internado de la Châtellenie, en Saint-Blaise, Suiza, hablando cuatro idiomas sin acento y con un dominio maestro del saxofón tenor, y aquel era su primer domingo de mar desde el regreso. Se había desnudado por completo para ponerse el traje de baño cuando empezó la estampida de pánico y los gritos de abordaje en las casetas vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba de su puerta saltó en astillas y vio parado frente a ella al bandolero más hermoso que se podía concebir. Lo único que llevaba puesto era un calzoncillo lineal de falsa piel de leopardo, y tenía el cuerpo apacible y elástico y el color dorado de la gente de mar. En el puño derecho, donde tenía una esclava metálica de gladiador romano, llevaba enrollada una cadena de hierro que le servía de arma mortal, y tenía colgada del cuello una medalla sin santo que palpitaba en silencio con el susto del corazón. Habían estado juntos en la escuela primaria y habían roto muchas piñatas en las fiestas de cumpleaños, pues ambos pertenecían a la estirpe provinciana que manejaba a su arbitrio el destino de la ciudad desde los tiempos de la Colonia, pero habían dejado de verse tantos años que no se reconocieron a primera vista. Nena Daconte permaneció de pie, inmóvil, sin hacer nada por ocultar su desnudez intensa. Billy Sánchez cumplió entonces con su rito pueril: se bajó el calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable animal erguido. Ella lo miró de frente y sin asombro.
-Los he visto más grandes y más firmes -dijo, dominando el terror-, de modo que piensa bien lo que vas a hacer, porque conmigo te tienes que comportar mejor que un negro.
En realidad, Nena Daconte no sólo era virgen sino que nunca hasta entonces había visto un hombre desnudo, pero el desafío le resultó eficaz. Lo único que se le ocurrió a Billy Sánchez fue tirar un puñetazo de rabia contra la pared con la cadena enrollada en la mano, y se astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche al hospital, lo ayudó a sobrellevar la convalecencia, y al final aprendieron juntos a hacer el amor de la buena manera. Pasaron las tardes difíciles de junio en la terraza interior de la casa donde habían muerto seis generaciones de próceres en la familia de Nena Daconte, ella tocando canciones de moda en el saxofón, y él con la mano escayolada contemplándola desde el chinchorro con un estupor sin alivio. La casa tenía numerosas ventanas de cuerpo entero que daban al estanque de podredumbre de la bahía, y era una de las más grandes y antiguas del barrio de la Manga, y sin duda la más fea. Pero la terraza de baldosas ajedrezadas donde Nena Daconte tocaba el saxofón era un remanso en el calor de las cuatro, y daba a un patio de sombras grandes con palos de mango y matas de guineo, bajo los cuales había una tumba con una losa sin nombre, anterior a la casa y a la memoria de la familia. Aun los menos entendidos en música pensaban que el sonido del saxofón era anacrónico en una casa de tanta alcurnia. "Suena como un buque", había dicho la abuela de Nena Daconte cuando lo oyó por primera vez. Su madre había tratado en vano de que lo tocara de otro modo, y no como ella lo hacía por comodidad, con la falda recogida hasta los muslos y las rodillas separadas, y con una sensualidad que no le parecía esencial para la música. "No me importa qué instrumento toques" -le decía- "con tal de que lo toques con las piernas cerradas". Pero fueron esos aires de adioses de buques y ese encarnizamiento de amor los que le permitieron a Nena Daconte romper la cáscara amarga de Billy Sánchez. Debajo de la triste reputación de bruto que él tenía muy bien sustentada por la confluencia de dos apellidos ilustres, ella descubrió un huérfano asustado y tierno. Llegaron a conocerse tanto mientras se le soldaban los huesos de la mano, que él mismo se asombró de la fluidez con que ocurrió el amor cuando ella lo llevó a su cama de doncella una tarde de lluvias en que se quedaron solos en la casa. Todos los días a esa hora, durante casi dos semanas, retozaron desnudos bajo la mirada atónita de los retratos de guerreros civiles y abuelas insaciables que los habían precedido en el paraíso de aquella cama histórica. Aun en las pausas del amor permanecían desnudos con las ventanas abiertas respirando la brisa de escombros de barcos de la bahía, su olor a mierda, oyendo en el silencio del saxofón los ruidos cotidianos del patio, la nota única del sapo bajo las matas de guineo, la gota de agua en la tumba de nadie, los pasos naturales de la vida que antes no habían tenido tiempo de conocer. Cuando los padres de Nena Daconte regresaron a la casa, ellos habían progresado tanto en el amor que ya no les alcanzaba el mundo para otra cosa, y lo hacían a cualquier hora y en cualquier parte, tratando de inventarlo otra vez cada vez que 1o hacían. Al principio lo hicieron como mejor podían en los carros deportivos con que el papá de Billy trataba de apaciguar sus propias culpas. Después, cuando los coches se les volvieron demasiado fáciles, se metían por la noche en las casetas desiertas de Marbella donde el destino los había enfrentado por primera vez, y hasta se metieron disfrazados durante el carnaval de noviembre en los cuartos de alquiler del antiguo barrio de esclavos de Getsemaní, al amparo de las mamasantas que hasta hacía pocos meses tenían que padecer a Billy Sánchez con su pandilla de cadeneros. Nena Daconte se entregó a los amores furtivos con la misma devoción frenética que antes malgastaba en el saxofón, hasta el punto de que su bandolero domesticado terminó por entender lo que ella quiso decirle cuando le dijo que tenía que comportarse como un negro. Billy Sánchez le correspondió siempre y bien, y con el mismo alborozo. Ya casados, cumplieron con el deber de amarse mientras las azafatas dormían en mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más muertos de risa que de placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces, 24 horas después de la boda, que Nena Daconte estaba encinta desde hacía dos meses. De modo que cuando llegaron a Madrid se sentían muy lejos de ser dos amantes saciados, pero tenían bastantes reservas para comportarse como recién casados puros. Los padres de ambos lo habían previsto todo. Antes del desembarco, un funcionario de protocolo subió a la cabina de primera clase para llevarle a Nena Daconte el abrigo de visón blanco con franjas de un negro luminoso, que era el regalo de bodas de sus padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de cordero que era la novedad de aquel invierno, y las llaves sin marca de un coche de sorpresa que le esperaba en el aeropuerto.
La misión diplomática de su país los recibió en el salón oficial. El embajador y su esposa no sólo eran amigos desde siempre de la familia de ambos, sino que él era el médico que había asistido al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con un ramo de rosas tan radiantes y frescas, que hasta las gotas de rocío parecían artificiales. Ella los saludó a ambos con besos de burla, incómoda con su condición un poco prematura de recién casada, y luego recibió las rosas. Al cogerlas se pinchó el dedo con una espina del tallo, pero sorteó el percance con un recurso encantador.
-Lo hice adrede -dijo- para que se fijaran en mi anillo.
En efecto, la misión diplomática en pleno admiró el esplendor del anillo, calculando que debía costar una fortuna no tanto por la clase de los diamantes como por su antigüedad bien conservada. Pero nadie advirtió que el dedo empezaba a sangrar. La atención de todos derivó después hacia el coche nuevo. El embajador había tenido el buen humor de llevarlo al aeropuerto, y de hacerlo envolver en papel celofán con un enorme lazo dorado. Billy Sánchez no apreció su ingenio. Estaba tan ansioso por conocer el coche que desgarró la envoltura de un tirón y se quedó sin aliento. Era el Bentley convertible de ese año con tapicería de cuero legítimo. El cielo parecía un manto de ceniza, el Guadarrama mandaba un viento cortante y helado, y no se estaba bien a la intemperie, pero Billy Sánchez no tenía todavía la noción del frío. Mantuvo a la misión diplomática en el estacionamiento sin techo, inconsciente de que se estaban congelando por cortesía, hasta que terminó de reconocer el coche en sus detalles recónditos. Luego el embajador se sentó a su lado para guiarlo hasta la residencia oficial donde estaba previsto un almuerzo. En el trayecto le fue indicando los lugares más conocidos de la ciudad, pero él sólo parecía atento a la magia del coche.
Era la primera vez que salía de su tierra. Había pasado por todos los colegios privados y públicos, repitiendo siempre el mismo curso, hasta que se quedó flotando en un limbo de desamor. La primera visión de una ciudad distinta de la suya, los bloques de casas cenicientas con las luces encendidas a pleno día, los árboles pelados, el mar distante, todo le iba aumentando un sentimiento de desamparo que se esforzaba por mantener al margen del corazón. Sin embargo, poco después cayó sin darse cuenta en la primera trampa del olvido. Se habla precipitado una tormenta instantánea y silenciosa, la primera de la estación, y cuando salieron de la casa del embajador después del almuerzo para emprender el viaje hacia Francia, encontraron la ciudad cubierta de una nieve radiante. Billy Sánchez se olvidó entonces del coche, y en presencia de todos, dando gritos de júbilo y echándose puñados de polvo de nieve en la cabeza, se revolcó en mitad de la calle con el abrigo puesto.
Nena Daconte se dio cuenta por primera vez de que el dedo estaba sangrando, cuando salieron de Madrid en una tarde que se había vuelto diáfana después de la tormenta. Se sorprendió, porque había acompañado con el saxofón a la esposa del embajador, a quien le gustaba cantar arias de ópera en italiano después de los almuerzos oficiales, y apenas si notó la molestia en el anular. Después, mientras le iba indicando a su marido las rutas más cortas hacia la frontera, se chupaba el dedo de un modo inconsciente cada vez que le sangraba, y sólo cuando llegaron a los Pirineos se le ocurrió buscar una farmacia. Luego sucumbió a los sueños atrasados de los últimos días, y cuando despertó de pronto con la impresión de pesadilla de que el coche andaba por el agua, no se acordó más durante un largo rato del pañuelo amarrado en el dedo. Vio en el reloj luminoso del tablero que eran más de las tres, hizo sus cálculos mentales, y sólo entonces comprendió que habían seguido de largo por Burdeos, y también por Angulema y Poitiers, y estaban pasando por el dique de Loira inundado por la creciente. El fulgor de la luna se filtraba a través de la neblina, y las siluetas de los castillos entre los pinos parecían de cuentos de fantasmas. Nena Daconte, que conocía la región de memoria, calculó que estaban ya a unas tres horas de París, y Billy Sánchez continuaba impávido en el volante.
-Eres un salvaje -le dijo-. Llevas más de once horas manejando sin comer nada.
Estaba todavía sostenido en vilo por la embriaguez del coche nuevo. A pesar de que en el avión había dormido poco y mal, se sentía despabilado y con fuerzas de sobra para llegar a París al amanecer.
-Todavía me dura el almuerzo de la embajada -dijo-. Y agregó sin ninguna lógica: Al fin y al cabo, en Cartagena están saliendo apenas del cine. Deben ser como las diez.
Con todo Nena Daconte temía que él se durmiera conduciendo. Abrió una caja de entre los tantos regalos que les habían hecho en Madrid y trató de meterle en la boca un pedazo de naranja azucarada. Pero él la esquivó.
-Los machos no comen dulces -dijo.
Poco antes de Orleáns se desvaneció la bruma, y una luna muy grande iluminó las sementeras nevadas, pero el tráfico se hizo más difícil por la confluencia de los enormes camiones de legumbres y cisternas de vinos que se dirigían a París. Nena Daconte hubiera querido ayudar a su marido en el volante, pero ni siquiera se atrevió a insinuarlo, porque é le había advertido desde la primera vez en que salieron juntos que no hay humillación más grande para un hombre que dejarse conducir por su mujer. Se sentía lúcida después de casi cinco horas de buen sueño, y estaba además contenta de no haber parado en un hotel de la provincia de Francia, que conocía desde muy niña en numerosos viajes con sus padres. "No hay paisajes más bellos en el mundo", decía, "pero uno puede morirse de sed sin encontrar a nadie que le dé gratis un vaso de agua." Tan convencida estaba, que a última hora había metido un jabón y un rollo de papel higiénico en el maletín de mano, porque en los hoteles de Francia nunca había jabón, y el papel de los retretes eran los periódicos de la semana anterior cortados en cuadritos y colgados de un gancho. Lo único que lamentaba en aquel momento era haber desperdiciado una noche entera sin amor. La réplica de su marido fue inmediata.
-Ahora mismo estaba pensando que debe ser del carajo tirar en la nieve -dijo-. Aquí mismo, si quieres.
Nena Daconte lo pensó en serio. Al borde de la carretera, la nieve bajo la luna tenía un aspecto mullido y cálido, pero a medida que se acercaban a los suburbios de París el tráfico era más intenso, y había núcleos de fábricas iluminadas y numerosos obreros en bicicleta. De no haber sido invierno, estarían ya en pleno día.
-Ya será mejor esperar hasta París -dijo Nena Daconte-. Bien calienticos y en una cama con sábanas limpias, como la gente casada.
-Es la primera vez que me fallas -dijo él.
-Claro -replicó ella-. Es la primera vez que somos casados.
Poco antes de amanecer se lavaron la cara y orinaron en una fonda del camino, y tomaron café con croissants calientes en el mostrador donde los camioneros desayunaban con vino tinto. Nena Daconte se había dado cuenta en el baño de que tenía manchas de sangre en la blusa y la falda, pero no intentó lavarlas. Tiró en la basura el pañuelo empapado, se cambió el anillo matrimonial para la mano izquierda y se lavó bien el dedo herido con agua y jabón. El pinchazo era casi invisible. Sin embargo, tan pronto como regresaron al coche volvió a sangrar, de modo que Nena Daconte dejó el brazo colgando fuera de la ventana, convencida de que el aire glacial de las sementeras tenía virtudes de cauterio. Fue otro recurso vano pero todavía no se alarmó. "Si alguien nos quiere encontrar será muy fácil", dijo con su encanto natural. "Sólo tendrá que seguir el rastro de mi sangre en la nieve." Luego pensó mejor en lo que había dicho y su rostro floreció en las primeras luces del amanecer.
-Imagínate -dijo: -un rastro de sangre en la nieve desde Madrid hasta París. ¿No te parece bello para una canción?
No tuvo tiempo de volverlo a pensar. En los suburbios de París, el dedo era un manantial incontenible, y ella sintió de veras que se le estaba yendo el alma por la herida. Había tratado de segar el flujo con el rollo de papel higiénico que llevaba en el maletín, pero más tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por la ventana las tiras del papel ensangrentado. La ropa que llevaba puesta, el abrigo, los asientos del coche, se iban empapando poco a poco de un modo irreparable. Billy Sánchez se asustó en serio e insistió en buscar una farmacia, pero ella sabía entonces que aquello no era asunto de boticarios.
-Estamos casi en la Puerta de Orleáns -dijo-. Sigue de por la avenida del general Leclerc, que es la más ancha y con muchos árboles, y después yo te voy diciendo lo que haces.
Fue el trayecto más arduo de todo el viaje. La avenida del General Leclerc era un nudo infernal de automóviles pequeños y bicicletas, embotellados en ambos sentidos, y de los camiones enormes que trataban de llegar a los mercados centrales. Billy Sánchez se puso tan nervioso con el estruendo inútil de las bocinas, que se insultó a gritos en lengua de cadeneros con varios conductores y hasta trató de bajarse del coche para pelearse con uno, pero Nena Daconte logró convencerlo de que los franceses eran la gente más grosera del mundo, pero no se golpeaban nunca. Fue una prueba más de su buen juicio, porque en aquel momento Nena Daconte estaba haciendo esfuerzos para no perder la conciencia. Sólo para salir de la glorieta del León de Belfort necesitaron más de una hora. Los cafés y almacenes estaban iluminados como si fuera la media noche, pues era un martes típico de los eneros de París, encapotados y sucios y con una llovizna tenaz que no alcanzaba a concretarse en nieve. Pero la avenida Denfer­Rochereau estaba más despejada, y al cabo de unas pocas cuadras Nena Daconte le indicó a su marido que doblara a la derecha, y estacionó frente a la entrada de emergencia de un hospital enorme y sombrío. Necesitó ayuda para salir del coche, pero no perdió la serenidad ni la lucidez. Mientras llegaba el médico de turno, acostada en la camilla rodante, contestó a la enfermera el cuestionario de rutina sobre su identidad y sus antecedentes de salud. Billy Sánchez le llevó el bolso y le apretó la mano izquierda donde entonces llevaba el anillo de bodas, y la sintió lánguida y fría, y sus labios habían perdido el color. Permaneció a su lado, con la mano en la suya, hasta que llegó el médico de turno y le hizo un examen rápido al anular herido. Era un hombre muy joven, con la piel del color del cobre antiguo y la cabeza pelada. Nena Daconte no le prestó atención sino que dirigió a su marido una sonrisa lívida.
-No te asustes -le dijo, con su humor invencible-. Lo único que puede suceder es que este caníbal me corte la mano para comérsela.
El médico concluyó el examen, y entonces los sorprendió con un castellano muy correcto aunque con raro acento asiático.
-No, muchachos -dijo-. Este caníbal prefiere morirse de hambre antes que cortar una mano tan bella.
Ellos se ofuscaron pero el médico los tranquilizó con un gesto amable. Luego ordenó que se llevaran la camilla, y Billy Sánchez quiso seguir con ella cogido de la mano de su mujer. El médico lo detuvo por el brazo.
-Usted no -le dijo-. Va para cuidados intensivos.
Nena Daconte le volvió a sonreír al esposo, y le siguió diciendo adiós con la mano hasta que la camilla se perdió en el fondo del corredor. El médico se retrasó estudiando los datos que la enfermera había escrito en una tablilla. Billy Sánchez lo llamó.
-Doctor -le dijo-. Ella está encinta.
-¿Cuánto tiempo?
-Dos meses.
El médico no le dio la importancia que Billy Sánchez esperaba. "Hizo bien en decírmelo," dijo, y se fue detrás de la camilla. Billy Sánchez se quedó parado en la sala lúgubre olorosa a sudores de enfermos, se quedó sin saber qué hacer mirando el corredor vacío por donde se habían llevado a Nena Daconte, y luego se sentó en el escaño de madera donde había otras personas esperando. No supo cuánto tiempo estuvo ahí, pero cuando decidió salir del hospital era otra vez de noche y continuaba la llovizna, y él seguía sin saber ni siquiera qué hacer consigo mismo, abrumado por el peso del mundo.Nena Daconte ingresó a las 9:30 del martes 7 de enero, según lo pude comprobar años después en
los archivos del hospital. Aquella primera noche, Billy Sánchez durmió en el coche estacionado frente a la puerta de urgencias y muy temprano al día siguiente se comió seis huevos cocidos y dos tazas de café con leche en la cafetería que encontró más cerca, pues no había hecho una comida completa desde Madrid. Después volvió a la sala de urgencias para ver a Nena Daconte pero le hicieron entender que debía dirigirse a la entrada principal. Allí consiguieron, por fin, un asturiano del servicio que lo ayudó a entenderse con el portero, y éste comprobó que en efecto Nena Daconte estaba registrada en el hospital, pero que sólo se permitían visitas los martes de nueve a cuatro. Es decir, seis días después. Trató de ver al médico que hablaba castellano, a quien describió como un negro con la cabeza pelada, pero nadie le dio razón con dos detalles tan simples. Tranquilizado con la noticia de que Nena Daconte estaba en el registro, volvió al lugar donde había dejado el coche, y un agente de tránsito lo obligó a estacionar dos cuadras más adelante, en una calle muy estrecha y del lado de los números impares. En la acera de enfrente había un edificio restaurado con un letrero: "Hotel Nicole". Tenía una sola estrella, y una sala de recibo muy pequeña donde no había más que un sofá y un viejo piano vertical, pero el propietario de voz aflautada podía entenderse con los clientes en cualquier idioma a condición de que tuvieran con qué pagar. Billy Sánchez se instaló con once maletas y nueve cajas de regalos en el único cuarto libre, que era una mansarda triangular en el noveno piso, a donde se llegaba sin aliento por una escalera en espiral que olía a espuma de coliflores hervidas. Las paredes estaban forradas de colgaduras tristes y por la única ventana no cabía nada más que la claridad turbia del patio interior. Había una cama para dos, un ropero grande, una silla simple, un bidé portátil y un aguamanil con su platón y su jarra, de modo que la única manera de estar dentro del cuarto era acostado en la cama. Todo era peor que viejo, desventurado, pero también muy limpio, y con un rastro saludable de medicina reciente. A Billy Sánchez no le habría alcanzado la vida para descifrar los enigmas de ese mundo fundado en el talento de la cicatería. Nunca entendió el misterio de la luz de la escalera que se apagaba antes de que él llegara a su piso, ni descubrió la manera de volver a encenderla. Necesitó media mañana para aprender que en el rellano de cada piso habla un cuartito con un excusado de cadena, y ya había decidido usarlo en las tinieblas cuando descubrió por casualidad que la luz se encendía al pasar el cerrojo por dentro, para que nadie la dejara encendida por olvido. La ducha, que estaba en el extremo del corredor y que él se empeñaba en usar des veces al día como en su tierra, se pagaba aparte y de contado, y el agua caliente, controlada desde la administración, se acababa a los tres minutos. Sin embargo, Billy Sánchez tuvo bastante claridad de juicio para comprender que aquel orden tan distinto del suyo era de todos modos mejor que la intemperie de enero, se sentía además tan ofuscado y solo que no podía entender cómo pudo vivir alguna vez sin el amparo de Nena Daconte.
Tan pronto como subió al cuarto, la mañana del miércoles, se tiró bocabajo en la cama con el abrigo puesto pensando en la criatura de prodigio que continuaba desangrándose en la acerca de enfrente, y muy pronto sucumbió en un sueño tan natural que cuando despertó eran las cinco en el reloj, pero no pudo deducir si eran las cinco de la tarde o del amanecer, ni de qué día de la semana ni en qué ciudad de vidrios azotados por el viento y la lluvia. Esperó despierto en la cama, siempre pensando en Nena Daconte, hasta que pudo comprobar que en realidad amanecía. Entonces fue a desayunar a la misma cafetería del día anterior, y allí pudo establecer que era jueves. Las luces del hospital estaban encendidas y había dejado de llover, de modo que permaneció recostado en el tronco de un castaño frente a la entrada principal, por donde entraban y salían médicos y enfermeras de batas blancas, con la esperanza de encontrar al médico asiático que había recibido a Nena Daconte. No lo vio, ni tampoco esa tarde después del almuerzo, cuando tuvo que desistir de la espera porque se estaba congelando. A las siete se tomó otro café con leche y se comió dos huevos duros que él mismo cogió en el aparador después de cuarenta y ocho horas de estar comiendo la misma cosa en el mismo lugar. Cuando volvió al hotel para acostarse, encontró su coche solo en una acera y todos los demás en la acera de enfrente, y tenía puesta la noticia de una multa en el parabrisas. Al portero del Hotel Nicole le costó trabajo explicarle que en los días impares del mes se podía estacionar en la acera de números impares, y al día siguiente en la acera contraria. Tantas artimañas racionalistas resultaban incomprensibles para un Sánchez de Ávila de los más acendrados que apenas dos años antes se había metido en un cine de barrio con el automóvil oficial del alcalde mayor, y había causado estragos de muerte ante los policías impávidos. Entendió menos todavía cuando el portero del hotel le aconsejó que pagara la multa, pero que no cambiara el coche de lugar a esa hora, porque tendría que cambiarlo otra vez a las doce de la noche. Aquella madrugada, por primera vez, no pensó sólo en Nena Daconte, sino que daba vueltas en la cama sin poder dormir, pensando en sus propias noches de pesadumbre en las cantinas de maricas del mercado público de Cartagena del Caribe. Se acordaba del sabor del pescado frito y el arroz de coco en las fondas del muelle donde atracaban las goletas de Aruba. Se acordó de su casa con las paredes cubiertas de trinitarias, donde serían apenas las siete de la noche de ayer, y vio a su padre con una pijama de seda leyendo el periódico en el fresco de la terraza.
Se acordó de su madre, de quien nunca se sabía dónde estaba a ninguna hora, su madre apetitosa y lenguaraz, con un traje de domingo y una rosa en la oreja desde el atardecer, ahogándose de calor por el estorbo de sus tetas espléndidas. Una tarde, cuando él tenía siete años, había entrado de pronto en el cuarto de ella y la había sorprendido desnuda en la cama con uno de sus amantes casuales. Aquel percance del que nunca había hablado, estableció entre ellos una relación de complicidad que era más útil que el amor. Sin embargo, él no fue consciente de eso, ni de tantas cosas terribles de su soledad de hijo único, hasta esa noche en que se encontró dando vueltas en la cama de una mansarda triste de París, sin nadie a quién contarle su infortunio, y con una rabia feroz contra sí mismo porque no podía soportar las ganas de llorar. Fue un insomnio provechoso. El viernes se levantó estropeado por la mala noche, pero resuelto a definir su vida. Se decidió por fin a violar la cerradura de su maleta para cambiarse de ropa pues las llaves de todas estaban en el bolso de Nena Daconte, con la mayor parte del dinero y la libreta de teléfonos donde tal vez hubiera encontrado el número de algún conocido de París. En la cafetería de siempre se dio cuenta de que había aprendido a saludar en francés y a pedir sanduiches de jamón y café con leche. También sabía que nunca le sería posible ordenar mantequilla ni huevos en ninguna forma, porque nunca los aprendería a decir, pero la mantequilla la servían siempre con el pan, y los huevos duros estaban a la vista en el aparador y se cogían sin pedirlos. Además, al cabo de tres días, el personal de servicio se habla familiarizado con él, y lo ayudaban a explicarse. De modo que el viernes al almuerzo, mientras trataba de poner la cabeza en su puesto, ordenó un filete de ternera con papas fritas y una botella de vino. Entonces se sintió tan bien que pidió otra botella, la bebió hasta la mitad, y atravesó la calle con la resolución firme de meterse en el hospital por la fuerza. No sabia dónde encontrar a Nena Daconte, pero en su mente estaba fija la imagen providencial del médico asiático, y estaba seguro de encontrarlo. No entró por la puerta principal sino por la de urgencias, que le había parecido menos vigilada, pero no alcanzó a llegar más allá del corredor donde Nena Daconte le había dicho adiós con la mano. Un guardián con la bata salpicada de sangre le preguntó algo al pasar, y él no le prestó atención. El guardián lo siguió, repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y por último lo agarró del brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy Sánchez trató de sacudírselo con un recurso de cadenero, y entonces el guardián se cagó en su madre en francés, le torció el brazo en la espalda con una llave maestra, y sin dejar de cagarse mil veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta la puerta, rabiando de dolor, y lo tiró como un bulto de papas en la mitad de la calle.
Aquella tarde, dolorido por el escarmiento, Billy Sánchez empezó a ser adulto. Decidió, como lo hubiera hecho Nena Daconte, acudir a su embajador. El portero del hotel, que a pesar de su catadura huraña era muy servicial, y además muy paciente con los idiomas, encontró el número y la dirección de la embajada en el directorio telefónico, y se los anotó en una tarjeta. Contestó una mujer muy amable, en cuya voz pausada y sin brillo reconoció Billy Sánchez de inmediato la dicción de los Andes. Empezó por anunciarse con su nombre completo, seguro de impresionar a la mujer con sus dos apellidos, pero la voz no se alteró en el teléfono. La oyó explicar la lección de memoria de que el señor embajador no estaba por el momento en su oficina, que no lo esperaban hasta el día siguiente, pero que de todos modos no podía recibirlo sino con cita previa y sólo para un caso especial. Billy Sánchez comprendió entonces que por ese camino tampoco llegaría hasta Nena Daconte, y agradeció la información con la misma amabilidad con que se la habían dado. Luego tomó un taxi y se fue a la embajada.
Estaba en el número 22 de la calle Elíseo, dentro de uno de los sectores más apacibles de París, pero lo único que le impresionó a Billy Sánchez, según él mismo me contó en Cartagena de Indias muchos años después, fue que el sol estaba tan claro como en el Caribe por la primera vez desde su llegada, y que la Torre Eiffel sobresalía por encima de la ciudad en un cielo radiante. El funcionario que lo recibió en lugar del embajador parecía apenas restablecido de una enfermedad mortal, no sólo por el vestido de paño negro, el cuello opresivo y la corbata de luto, sino también por el sigilo de sus ademanes y la mansedumbre de la voz. Entendió la ansiedad de Billy Sánchez, pero le recordó, sin perder la dulzura, que estaban en un país civilizado cuyas normas estrictas se fundamentaban en criterios muy antiguos y sabios, al contrario de las Américas bárbaras, donde bastaba con sobornar al portero para entrar en los hospitales. "No, mi querido joven," le dijo. No había más remedio que someterse al imperio de la razón, y esperar hasta el martes.
-Al fin y al cabo, ya no faltan sino cuatro días -concluyó-. Mientras tanto, vaya al Louvre. Vale la pena.
Al salir Billy Sánchez se encontró sin saber qué hacer en la Plaza de la Concordia. Vio la Torre Eiffel por encima de los tejados, y le pareció tan cercana que trató de llegar hasta ella caminando por los muelles. Pero muy pronto se dio cuenta de que estaba más lejos de lo que parecía, y que además cambiaba de lugar a medida que la buscaba. Así que se puso a pensar en Nena Daconte sentado en un banco de la orilla del Sena. Vio pasar los remolcadores por debajo de los puentes, y no le parecieron barcos sino casas errantes con techos colorados y ventanas con tiestos de flores en el alféizar, y alambres con ropa puesta a secar en los planchones. Contempló durante un largo rato a un pescador inmóvil, con la caña inmóvil y el hilo inmóvil en la corriente, y se cansó de esperar a que algo se moviera, hasta que empezó a oscurecer y decidió tomar un taxi para regresar al hotel. Sólo entonces cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre y la dirección y de que no tenía la menor idea del sector de París en donde estaba el hospital. Ofuscado por el pánico, entró en el primer café que encontró, pidió un cogñac y trató de poner sus pensamientos en orden. Mientras pensaba se vio repetido muchas veces y desde ángulos distintos en los espejos numerosos de las paredes, y se encontró asustado y solitario, y por primera vez desde su nacimiento pensó en la realidad de la muerte. Pero con la segunda copa se sintió mejor, y tuvo la idea providencial de volver a la embajada. Buscó la tarjeta en el bolsillo para recordar el nombre de la calle, y descubrió que en el dorso estaba impreso el nombre y la dirección del hotel. Quedó tan mal impresionado con aquella experiencia, que durante el fin de semana no volvió a salir del cuarto sino para comer, y para cambiar el coche a la acera correspondiente. Durante tres días cayó sin pausas la misma llovizna sucia de la mañana en que llegaron. Billy Sánchez, que nunca había leído un libro completo, hubiera querido tener uno para no aburrirse tirado en la cama, pero los únicos que encontró en las maletas de su esposa eran en idiomas distintos del castellano. Así que siguió esperando el martes, contemplando los pavorreales repetidos en el papel de las paredes y sin dejar de pensar un solo instante en Nena Daconte. El lunes puso un poco de orden en el cuarto, pensando en lo que diría ella si lo encontraba en ese estado, y sólo entonces descubrió que el abrigo de visón estaba manchado de sangre seca. Pasó la tarde lavándolo con el jabón de olor que encontró en el maletín de mano, hasta que logró dejarlo otra vez como lo habían subido al avión en Madrid.
El martes amaneció turbio y helado, pero sin la llovizna, y Billy Sánchez se levantó desde las seis, y esperó en la puerta del hospital junto con una muchedumbre de parientes de enfermos cargados de paquetes de regalos y ramos de flores. Entró con el tropel, llevando en el brazo el abrigo de visón, sin preguntar nada y sin ninguna idea de dónde podía estar Nena Daconte, pero sostenido por la certidumbre de que había de encontrar al médico asiático. Pasó por un patio interior muy grande con flores y pájaros silvestres, a cuyos lados estaban los pabellones de los enfermos: las mujeres, a la derecha, y los hombres, a la izquierda. Siguiendo a los visitantes, entró en el pabellón de mujeres. Vio una larga hilera de enfermas sentadas en las camas con el camisón de trapo del hospital, iluminadas por las luces grandes de las ventanas, y hasta pensó que todo aquello era más alegre de lo que se podía imaginar desde fuera. Llegó hasta el extremo del corredor, y luego lo recorrió de nuevo en sentido inverso, hasta convencerse de que ninguna de las enfermas era Nena Daconte. Luego recorrió otra vez la galería exterior mirando por la ventana de los pabellones masculinos, hasta que creyó reconocer al médico que buscaba.
Era él, en efecto. Estaba con otros médicos y varias enfermeras, examinando a un enfermo. Billy Sánchez entró en el pabellón, apartó a una de las enfermeras del grupo, y se paró frente al médico asiático, que estaba inclinado sobre el enfermo. Lo llamó. El médico levantó sus ojos desolados, pensó un instante, y entonces lo reconoció.
-¡Pero dónde diablos se había metido usted! -dijo.
Billy Sánchez se quedó perplejo.
-En el hotel -dijo-. Aquí a la vuelta.
Entonces lo supo. Nena Daconte había muerto desangrada a las 7:10 de la noche del jueves 9 de enero, después de setenta horas de esfuerzos inútiles de los especialistas mejor calificados de Francia. Hasta el último instante había estado lúcida y serena, y dio instrucciones para que buscaran a su marido en el hotel Plaza Athenée, tenían una habitación reservada, y dio los datos para que se pusieran en contacto con sus padres. La embajada había sido informada el viernes por un cable urgente de su cancillería, cuando ya los padres de Nena Daconte volaban hacia París. El embajador en persona se encargó de los trámites de embalsamamiento y los funerales, y permaneció en contacto con la Prefectura de Policía de París para localizar a Billy Sánchez. Un llamado urgente con sus datos personales fue transmitido desde la noche del viernes hasta la tarde del domingo a través de la radio y la televisión, y durante esas 40 horas fue el hombre más buscado de Francia. Su retrato, encontrado en el bolso de Nena Daconte, estaba expuesto por todas partes. Tres Bentleys convertibles del mismo modelo habían sido localizados, pero ninguno era el suyo.
Los padres de Nena Daconte habían llegado el sábado al mediodía, y velaron el cadáver en la capilla del hospital esperando hasta última hora encontrar a Billy Sánchez. También los padres de éste habían sido informados, y estuvieron listos para volar a París, pero al final desistieron por una confusión de telegramas. Los funerales tuvieron lugar el domingo a las dos de la tarde, a sólo doscientos metros del sórdido cuarto del hotel donde Billy Sánchez agonizaba de soledad por el amor de Nena Daconte. El funcionario que lo había atendido en la embajada me dijo años más tarde que él mismo recibió el telegrama de su cancillería una hora después de que Billy Sánchez salió de su oficina, y que estuvo buscándolo por los bares sigilosos del Faubourg-St. Honoré. Me confesó que no le había puesto mucha atención cuando lo recibió, porque nunca se hubiera imaginado que aquel costeño aturdido con la novedad de París, y con un abrigo de cordero tan mal llevado, tuviera a su favor un origen tan ilustre. El mismo domingo por la noche, mientras él soportaba las ganas de llorar de rabia, los padres de Nena Daconte desistieron de la búsqueda y se llevaron el cuerpo embalsamado dentro de un ataúd metálico, y quienes alcanzaron a verlo siguieron repitiendo durante muchos años que no habían visto nunca una mujer más hermosa, ni viva ni muerta. De modo que cuando Billy Sánchez entró por fin al hospital, el martes por la mañana, ya se había consumado el entierro en el triste panteón de la Manga, a muy pocos metros de la casa donde ellos habían descifrado las primeras claves de la felicidad. El médico asiático que puso a Billy Sánchez al corriente de la tragedia quiso darle unas pastillas calmantes en la sala del hospital, pero él las rechazó. Se fue sin despedirse, sin nada qué agradecer, pensando que lo único que necesitaba con urgencia era encontrar a alguien a quien romperle la madre a cadenazos para desquitarse de su desgracia. Cuando salió del hospital, ni siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo del cielo una nieve sin rastros de sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían plumitas de palomas, y que en las calles de París había un aire de fiesta, porque era la primera nevada grande en diez años.

9/14/2012

Todos santos, día de muertos (Octavio Paz)

TODOS SANTOS, DÍA DE MUERTOS (Apreciación crítica)
(Octavio Paz)

"Todos Santos, Día de muertos", pertenece al libro de Octavio Paz El laberinto de la soledad; es un ensayo enmarcado a observar las celebraciones fastuosas, sin mesura de la sociedad mexicana.
El pueblo mexicano es una sociedad mística, donde sus celebraciones son “sagradas” para los habitantes, su deseo de diversión va más allá de lo razonable. Es capaz de dejar de lado sus responsabilidades, su salud para estar presente en todo tipo de reuniones de carácter público.
Las celebraciones son rituales, así se le podría decir, son tan importantes para su cultura personal que no puede dejar de pasar  la oportunidad de celebrar y divertirse.
Paz sostiene: “El mexicano ama las fiestas y las reuniones públicas”, el aspecto religioso está vinculado estrechamente con las celebraciones. Hasta los pueblos más recónditos de México tienen sus propias costumbres y tradiciones, es muy probable que la fiesta de los muertos tenga un lugar preponderante dentro de las celebraciones; luego, de la Virgen de Guadalupe.
Ni las carencias económicas, sociales imposibilitan su conmemoración. Hay poblados que orientan sus recursos con prioridad a los festejos que a su propio beneficio. Está en el alma de los mexicanos ser así. Si la fiesta es en el medio de la semana, mucho mejor; se podrá cerrar la semana alegóricamente. Y, si no hay para la comida, por ningún motivo se dará una dicotomía; primero la festividad.
Si se podría poner un sinónimo al mexicano cuando se divierte, nos atreveríamos a decir, sin exageración que es bebida (tequila, cerveza), color, comida, juegos, riñas, amoríos, infidelidades, frenesí. Luego de participar con euforia en convites, le toma algo de tiempo retomar su rumbo como persona que pertenece a una sociedad que quiere cambiar y mejorar.

  

9/09/2012

EL ARMARIO VIEJO (Charles Dickens)


EL ARMARIO VIEJO
Charles Dickens
Eran las diez de la noche. En la hostería de los Tres Pichones, de Abbeylands, un viajero, joven aún, se había retirado a su cuarto, y de pie, cruzados los brazos contra el pecho, contemplaba el contenido de un baúl que acababa de abrir.
-Bueno, todavía debo sacar algún partido de lo que me queda -dijo-. Sí; en este baúl puedo invocar un genio no menos poderoso que el de Las mil y una noches: el genio de la venganza..., y quizá también el de la riqueza... ¿Quién sabe?... Empecemos antes por el primero.
Quien hubiese visto el contenido del baúl, más bien habría pensado que su dueño no debería hacer mejor cosa que llevárselo a un trapero, pues todo eran ropas, en su mayor parte pertenecientes, por su tela y forma, a las modas de otro siglo, excepto uno o dos vestidos de mujer; pero ¿qué podía hacer de un traje de mujer el joven cuya imaginación se exaltaba de ese modo ante aquel guardarropa híbrido? No eran días de Carnaval...
-¡Alto! Dan las diez -repuso de pronto-. Tengo que apresurarme, no vaya a cerrar la tienda ese bribón.
Y hablando consigo mismo se abrochó el frac, se echó encima un capote de caza, bajó, franqueó la puerta, siguió por la calle Mayor hasta recorrerla casi toda, torció por una calleja y se detuvo ante el escaparate de un comercio.
Quizá fuese el único abierto de todo el pueblo. Detrás del escaparate se veían las más variadas mercancías: muebles, libros, gemelos, monedas de plata, alhajas, relojes, hierro viejo y artículos de tocador. La mayoría de estos objetos tenían un rótulo que indicaba su precio. Detrás de un mostrador enrejado se sentaba un hombre con la pluma sobre la oreja, como un contable que acabara de interrumpir una operación matemática para despabilar la luz de la vela. Porque, en medio de todas aquellas riquezas, el hombre del mostrador se alumbraba económicamente con una prosaica vela de sebo colocada en una vieja botella vacía.
También él, lo mismo que el joven de la hostería, animaba su soledad con un monólogo o con uno de esos diálogos cuyas preguntas y respuestas las hace uno mismo.
“Es una gran verdad, sí, señor. En un chelín hay un millón, como en un grano de trigo hay toda una cosecha para llenar un granero; el secreto consiste en colocar bien el chelín y en sembrar el grano de trigo en buena tierra. La inteligencia y el ahorro dan a los ceros valor poniéndolos a continuación de las cifras; la locura y la prodigalidad ponen la cifra a continuación de los ceros. ¡Qué maravillosa semana! Las doscientas libras esterlinas que me prestó hace diez años Tomas Evans han dado excelente fruto. El imbécil perdió mi pagaré; siempre hacía igual por su habitual negligencia. Eso sí, también habría perdido el dinero si se hubiera presentado al vencimiento, en vez de morir nombrando heredero a su hijo Jorge, aún más derrochador que él. Creo firmemente que Tomás Evans tuvo la intención de dejarme ese legado, aunque el joven me escribió reclamándome las doscientas libras esterlinas con el pretexto de que no pagué a su padre”.
-"Señor mío -le contesté-, presénteme el pagaré y haré honor a mi firma. No pido ningún requisito más: soy solvente. Venga usted mismo si no tiene confianza en su agente de negocios”.
"¡Sí, sí! Le pareció mejor correr mundo con una actriz y gastarse las rentas antes de cobrarlas, en Norteamérica, de donde creo que no regresará. Dicen que también él se ha hecho cómico... ¡Cómico!... ¡Cualquier día el teatro le indemnizará de lo que le ha costado! Razón tiene nuestro ministro, el reverendo señor Mac-Holy, cuando llama escuela de Satanás al teatro. Si Tomás Evans hubiera sabido que su hijo acabaría su educación en esa escuela, además del pagaré de las doscientas libras esterlinas me hubiera legado también todo el modesto patrimonio que tan mal invirtió el heredero réprobo. ¡Comerse con una actriz la herencia de Tomás Evans y acabar por dedicarse él mismo a las tablas!... Ese joven está perdido. ¡No seré yo quien vaya a verlo trabajar, ni aunque me regalase la entrada!”
El señor Benson, intérprete de este soliloquio, que ejercía el doble oficio de prendero y prestamista, era acaso igualmente ingrato con el teatro y con su difunto amigo Tomás Evans. Porque muchos de los artículos que había en su tienda procedían de esos pobres comediantes que él convertía en discípulos de Satán, y los había comprado hacía poco por la tercera parte de su valor, a consecuencia de la quiebra del empresario del coliseo de Abbeylands. Su última frase, pronunciada con la elocuencia de un fiel sectario del reverendo Mac-Holy, quizá fuera oída por el joven pupilo de la hostería de los Tres Pichones, quien después de echar una ojeada llena de curiosidad a través de los cristales entraba en aquel momento en la tienda.
-Para servirle, señor Benson -saludó-. Me alegro de que no haya cerrado aún. Deseo tratar con usted un pequeño negocio.
-¿Tiene usted algún reloj de más y algunas guineas de menos? -preguntó Benson abriendo un cajoncito.
-No, señor; no me sobra ninguno. Respecto a las guineas, tengo, por fortuna, bastantes todavía para poder comprarle un mueble que he visto esta mañana al pasar delante de su tienda: un armario pequeño con cajones... Creo que es de encina... ¡Ah! Casualmente está ahí...
-¡Dispénseme! -exclamó Benson al comprender que había juzgado mal al comprador, quien llegaba a la hora intempestiva que suele elegirse para deshacerse de alguna prenda-. Si le interesa el armario está por completo a su disposición... ¡Buen mueble, de veras..., de encina, sí..., y encina de primera calidad, con cajones muy útiles y bonitos! Ese armario me ha costado bastante caro en la almoneda del granjero Merrywood, que murió la semana pasada. Pero me conformo con poca ganancia, aunque se han puesto de moda los muebles antiguos. El granjero Merrywood decía que este armario lo tenía su familia desde hace lo menos dos siglos. Puedo vendérselo por dos libras esterlinas.
-No presumo de ser inteligente en muebles viejos -respondió el joven-; pero tengo una tía a quien creo que le gustaría éste, y es un regalo que quiero hacerle para completar nuestro mobiliario. No regatearé; aquí tiene usted las dos libras esterlinas. Pago al contado, con dos condiciones: primera, que el mueble sea entregado esta noche, sin gastos, y que si por casualidad no agradase a mi tía, me lo cambie usted mañana a primera hora por otra cosa, en cuyo caso los gastos de devolución correrían de mi cuenta.
-Con mucho gusto, con mucho gusto -asintió Benson, que se esperaba el regateo de algunos chelines-. Pero ¿cómo voy a enviarlo esta noche?
-Eso allá usted -respondió el comprador-. Deseo también un recibo del dinero, y en ese recibo tendrá la bondad de especificar que me vende el armario con todo cuanto contiene, porque a lo mejor se encuentra una fortuna en estos armatostes antiguos -añadió sonriendo-. Se habla de butacas que la propietaria había rellenado de billetes de banco.
-¡Oh! Eso no me preocupa -dijo Benson, extendiendo el recibo-. En cuanto al transporte... No pesa mucho el armario... Yo me encargo de él... ¿Adónde hay que llevarlo?
-A la señora de Truman, calle de Salisbury, número 2, en el arrabal... No es un barrio muy recomendable, pero cada uno se aloja donde puede, con los alquileres tan caros.
-Es una calle muy oscura y que no goza de buena fama -objetó el prestamista-. ¿No podría usted aguardar a mañana por la mañana? Estoy solo en casa con una criada, y como a estas horas no encontraré en su puesto al recadero de la esquina, seguro que me veré obligado a llevar yo mismo el armario. Hace unos veinte años, en esa misma calle robaron y asesinaron a un hombre.
-¡Oh! ¡Sí, hace veinte años...! -comentó riendo el joven-. Pero la calle de Salisbury ha mejorado mucho desde esa fecha. Además, ¿a qué ladrón seduciría la idea de robar un armario vacío, que ha estado dos o tres siglos en poder de la familia del granjero Merrywood?
El señor Benson dirigió una mirada de desconfianza al comprador; pero le tranquilizó la fisonomía franca y leal de aquel joven de apenas veinticuatro años. En efecto, ¿qué podía temer? Y, además, “¡qué ocasión tan excelente para ahorrarme el viaje del mozo de cuerda! ¡Verdaderamente -se decía a sí mismo-, yo debiera invitar a este hombre a un refresco! Pero la buena intención se desvaneció como tantas otras buenas que a veces cruzaban rápidas por su imaginación.
-Si llega a casa de mi tía antes que yo, le ruego diga únicamente que es de parte de su sobrino, aunque estaré a tiempo para recibirlo yo mismo. Sólo me detendré un cuarto de hora en la calle Mayor y regresaré a toda prisa.
Y acto seguido se envolvió el joven con el capote y se despidió del señor Benson.
Éste paseó una mirada de satisfacción en tomo suyo.
-¡Ea! -concluyó-. He hecho un magnífico negocio que completa el día con gran beneficio. ¡Qué buen muchacho! ¡Cuánto debe de querer a su tía para no regatear al hacerle un regalo! Me daré prisa en llevarle este armario, que amenazaba con estorbarme aquí mucho tiempo.
Y llamando a la criada para participarle su salida, se echó el armario al hombro, cerró la puerta de la tienda y se encaminó con paso rápido a la calle de Salisbury. Había cesado de llover.
Cuando llegó al número 2, el prestamista llamó una vez con la aldaba sin obtener respuesta.
-¡Vaya! -dedujo para su capote-. Creo que esta es la casa que ha estado desalquilada tanto tiempo. No sabía que la ocuparan ya inquilinos. ¿A quién se habrán dirigido, pues, para los muebles?
Volvió a llamar y entonces dieron señales de vida; se oyeron pisadas en el pasillo y abrió una vieja que parecía extrañada por tan tardía visita.
-Iba a acostarme -dijo la anciana-. No esperaba más que a mi sobrino y creí que sería él...
-Pronto estará aquí -respondió Benson-, y me ha encargado que le traiga de su parte este precioso armario. Todo está pagado..., a menos que quiera usted añadir alguna propina -indicó sin el menor remordimiento de conciencia, porque el avaro prestamista pensaba que no debía impedir a la buena mujer mostrarse tan generosa como su sobrino.
-¡No faltaba más! -accedió la vieja-. Ahí tiene una moneda de seis peniques... ¡Qué amable es para su tía mi querido sobrino!
-¿Hace mucho tiempo que vive usted aquí, señora? -indagó Benson mientras la tía se registraba los bolsillos.
-¡No! Sólo llevo tres días -contestó la anciana.
-Gracias, señora; y si le hace falta algún mueble más, venga usted misma a mi tienda, donde hallará objetos de su agrado y baratísimos.
-Gracias a mi sobrino, no creo que me falte gran cosa, máxime cuando mi antiguo mobiliario ha llegado todo esta mañana por el canal. Buenas noches.
Benson se embolsó la propina y se marchó, sin preocuparse más que la vieja de prolongar la conversación en el pasillo, donde le había mandado dejar el armario, sin invitarle a entrar en las habitaciones.
Al llegar a su casa, el prestamista, como hombre minucioso, encendió de nuevo la bujía, anotó su último ingreso y se permitió el lujo de fumar una pipa antes de acostarse, y de servirse una copa de aguardiente para humedecer de cuando en cuando los labios. No tardó en oír dar las doce en uno de sus relojes; pero como otro dio una hora menos creyó que este último era el que acertaba y cargó de nuevo la pipa para esperar a que tocase un tercero. En aquel momento paró a su puerta un carruaje.
-¿Quién podrá llegar a mi casa a estas horas? -se preguntó al oír que llamaban-. ¡Ya va, ya va!... Probablemente será algún noble arruinado que viene a ofrecerme su vajilla heredada, o alguna condesa que quiere deshacerse de un diamante que le estorba.
Con tan agradable reflexión, salió a abrir. Vio a una señora que se apeaba de una silla de postas, cuyo estribo fue levantado de nuevo por el conductor, quien cerró también la portezuela, en tanto que la viajera disponía:
-Que aguarde el coche. Tengo que tratar con usted de un asunto importante, señor Benson; entremos en su casa, para que nadie nos moleste.
Benson penetró en la tienda, y a la luz de la vela notó que su entrevista a solas se efectuaba con una mujer de distinguidísimo porte, vestida con sencillez y dominada por una gran emoción.
-¿Es usted, realmente, el señor Benson el prestamista? -se informó.
-Sí, señora, y comerciante de objetos de ocasión: muebles, libros, estatuas, relojes de pared y bolsillo, alhajas, escopetas de dos cañones, pistolas y otros diversos artículos.
-¿Estuvo usted en la almoneda1 del granjero Merrywood el miércoles de la semana pasada?
-Sí, señora.
-¿Lo ha comprado usted?
-¿Qué?
-¡Ah, es verdad! Aún no se lo he dicho, ni debo decírselo... ¿Cuánto ha pagado usted por todos los artículos que adquirió allí?
-He hecho algunas buenas adquisiciones, lo confieso, pero me han costado unas treinta guineas
-¿Quiere enseñarme la factura de todos los lotes y dejarme escoger? O mejor aún, ¿quiere usted concedérmelo por cien guineas?
Benson miraba a aquella señora tan emocionada, de labios temblorosos.
Lo que ofrecía era de corazón.
-No -contestó-. Cien guineas es muy poco. Acaso para usted valga eso, pero para mí vale más.
-¡Le daré doscientas, y asunto terminado! ¿Qué ha adquirido usted? ¿Las camas, las butacas, los aparadores?... Enséñeme la lista...
Benson descolgó de un clavo de la tienda la memoria del tasador y se la entregó a la señora, que la examinó y con la misma agitación febril exclamó:
-¿Para qué comprobar artículo por artículo? Sólo hay uno que me interesa, y es éste. Quédese con los demás y véndame ese armarito con sus cuatro cajones. Señale usted mismo el precio y no perdamos un tiempo precioso.
-¡No puede ser, señora! -opuso Benson, a su vez pálido y azorado-. Ese armario no está ya en mi poder. Lo he vendido y lo he llevado yo mismo al comprador.
-¡Infeliz! -exclamó la señora-. ¡Me ha arruinado usted y se ha arruinado también a sí mismo! Ese armario nos hubiera hecho ricos a los dos. ¿Por qué me enteraría tan tarde de la venta? ¿Por qué...? ¿Y no puede usted recobrarlo? ¿Quién lo ha adquirido? ¿Accederá el comprador a vendérmelo? Dígame su nombre y su dirección... Quizás no se haya perdido todo aún...
-No sé el nombre del comprador -replicó Benson-; pero, por fortuna, sé dónde vive, y quizá encontremos medio de volver a verlo... Sin embargo, dígame antes por qué se le antoja tan valioso el armario. Lo he examinado detenidamente, se lo aseguro; es un mueble ordinario, no tiene doble fondo ni muelle alguno secreto... Debe usted de equivocarse, sin duda.
-No hay equivocación. ¿Ha mirado usted bien los cuatro cajones? ¿Se ha fijado en su grueso? ¿No ha reparado en que el de arriba tenía una especie de corredera en un borde?
-No..., nada he visto. Pero si tan segura está usted de lo que afirma, habré mirado mal... Decididamente, soy muy torpe; se han burlado de mí... me han engañado...
Pareció tan abrumado el prestamista por la convicción de su simpleza, que hasta la misma señora se conmovió.
-Escúcheme -le dijo-; si se las agencia usted bien, aún podremos repararlo todo; pero es necesario que actuemos de acuerdo. ¿Quiere que acordemos repartirnos lo que contenga el cajón?
-Pero ¿qué contiene? -inquirió Benson bajando la voz-. ¿Contiene realmente algo?
-¿Le ofrecería yo si no cien o doscientas guineas por tal mueble? En fin, quiero confiárselo todo. ¿Conocía usted al granjero Merrywood?
-No; no puedo asegurar que lo conociera. Hace tiempo le vendí una silla de montar y recuerdo que pocos días después vino a reprocharme haberlo engañado en la calidad de la borra.
-¡Qué suyo es eso! Espíritu desconfiado, inquieto, lúgubre... Pero no siempre fue así el pobre hombre; la desgracia trastorna con frecuencia un buen carácter. Tenía una hija cuya extraordinaria belleza ponderaba todo el mundo hace unos veinte años; hija única... ¡Pobre Carolina! Constituía su ídolo y mostraba con él todas las atenciones del cariño filial. Agradecida a la brillante educación que recibiera, quería consagrar su vida a tan buen padre: le leía, le ejecutaba sonatas al piano; en una palabra, era el ángel de la casa. ¡Tan amable! Todos la queríamos.
-¿ambién la conocía usted?
-¡Que si la conocía! Fuimos amigas desde la infancia, y éramos primas por parte de madre. Aunque yo era pobre, se portó muy bien conmigo; exigió a su padre que yo viviera con ellos en la granja. Claro que yo por mi parte los ayudaba con multitud de pequeños servicios; pero ¡qué delicadeza en el proceder de tan generosos parientes! Me hubieran tomado por hermana de Carolina siempre vestida igual, compartiendo sus diversiones..., yendo al baile con ella... ¡Al baile!... Ya adivinará usted lo demás.
-¡No, se lo juro! La escucho.
-¿De modo que no ha oído usted hablar del viejo marqués de...? ¡Pero dejemos ese nombre odioso!... Tenía un hijo, el joven conde Rogelio..., muchacho amabilísimo, espléndido, muy alegre, sin la menor arrogancia... Vio a Carolina y le impresionó su belleza; la amó, como todos... ¿Quién no la hubiera amado?... Le declaró su amor y lo compartió con ella... Lo de siempre, señor Benson... el amor y sus penas amargas... Una noche, hará de esto doce años, sí, doce años, transcurría el mes de septiembre, Carolina vino a verme a mi cuarto... “Prima -me dijo-, ¿crees que mi padre es hombre capaz de perdonar?” “Sin duda, Carolina -le respondí-. ¿No es cristiano?” “Lo es; pero ¿perdonaría a una hija que hubiese ambicionado elevarse por encima de su condición? ¿Le perdonaría hacerse lady? ¿Se descubriría de buena gana ante ella, como hace cuando la marquesa pasa por su lado en carroza para ir a la iglesia?” “¡Qué locura!”, contesté a Carolina, temiendo comprenderla. Y en cuanto me hubo confesado todo, le di un consejo amistoso, aunque me sedujera también verla ir y venir por mi cuarto aquella noche dándose aires de condesa, abanicándose con una zapatilla y recogiéndose la cola del traje de corte..., que a la sazón no era sino el camisón...
-¿Y qué sucedió? ¿Cogió una pleuresía y murió?
-No; sucedió que fue raptada. Carolina desapareció una mañana de aquel mes, y desde tan aciago día, el granjero Merrywood no levantó la cabeza de humillación. El infortunado padre pareció olvidar que había tenido una hija. No volvió a hablar de Carolina; nadie se atrevió ya a nombrarla, y cuando al mes siguiente recibió carta de ella, en la que le anunciaba que se iba a casar, que iba a ser una gran señora importante y rica, pero que siempre amaría y respetaría a su padre..., el granjero rompió la carta y arrojó los pedazos al aire, sin pronunciar más que estas palabras: “¡Insensata! ¡Insensata!”
-Loca estaba, en efecto -confirmó Benson-, porque presumo que no se casaría con ella el joven conde.
-¡Ay, no! Y ella no volvió a escribir. Merrywood subió al cuarto que ocupaba Carolina, abrió violentamente el armario de encina en que ella guardaba sus vestidos y ropa blanca, vació en el suelo los cajones y echó al fuego trajes, lencería, cofias, toquillas, etcétera, etcétera. Aquel armario era un antiguo mueble de familia que había pertenecido a su propia abuela, luego a su madre, después a su esposa... El cajón superior tenía un doble fondo, que servía a Carolina de cartera, donde guardaba las cartas que cuando estaba en el colegio recibió de su padre. El granjero abrió asimismo ese doble fondo, las sacó de él todas, intentó releer una y no pudo continuar por las muchas lágrimas que acudieron a sus ojos. Pasó un mes, luego otro, después el año entero, y el pobre padre no se mostraba menos taciturno ni menos triste, cuando recibió otra carta que llevaba en el sello las armas del marqués. La abrió y vio que era del joven conde Rogelio, cuyo padre acababa de morir, legándole todos sus títulos y propiedades, pero a condición de que se casara con la heredera de lord Rockigham. “Carolina -escribía el nuevo marqués- es dichosa; mas yo debo a usted una reparación personal, porque sé que su fortuna se ha resentido de sus penas. Le envío, pues, en nombre de su hija, cuatro billetes de banco de mil libras esterlinas cada uno.”
-¡Alabado sea Dios! -gritó el prestamista-. ¡Qué señor tan noble y dadivoso! ¡Cuatro mil libras esterlinas! ¡Vaya una fortuna para el granjero Merrywood!
-¡Qué mal lo juzga usted! ¡Ah! ¡Si hubiera visto, como yo vi, la cólera reconcentrada con que estrujó en sus manos la carta sin pronunciar una palabra!... Al cabo de un cuarto de hora de triste silencio me dijo: “Sube conmigo, Juana. Deseo que seas testigo de lo que voy a hacer.” Lo seguí toda temblorosa hasta el cuarto de Carolina. “Aquí hay -agregó- cuatro mil libras esterlinas que ese cobarde seductor pretende hacerme aceptar en nombre de mi hija. Líbreme Dios de tocarlas, y no se las devuelvo porque podría emplearlas en seducir a otras; pero... cuando yo muera..., si alguna vez queda en la miseria la hija que él me raptó, no quiero que perezca de hambre. Justo es que recobre el precio de su deshonra; tú sabrás de dónde sacar lo que le pertenece.” Y al decir esto, abrió el doble fondo, metió en él los billetes de banco, empujó el cajón con un postrer acceso de desesperación y me entregó este alfiler de plata, que sirve para activar el muelle secreto. El granjero Merrywood ha muerto; Carolina ha dejado también de existir. ¿Para quién deben ser las cuatro mil libras esterlinas?
-¡Y yo que he vendido el armario por dos libras! -suspiró Benson- ¡Miserable de mí! Lo repito: ¡me han robado! ¿Está usted segura de que es la única que sabía lo que acaba de contarme? ¡Ah! ¡He debido desconfiar del joven de aparente inocencia que venía como por casualidad a escoger ese mueble entre todos los de mi tienda!
-Dígame el nombre del comprador -repitió la dama-; no sólo poseo el secreto, sino que tengo también el alfiler.
-Déjeme el alfiler -prosiguió Benson-. No es demasiado tarde para ir a comprobarlo. Corro allá.
-No, no; quiero conservar la llave. Traiga usted el armario, y una vez que esté aquí lo comprobaremos juntos, y juntos lo abriremos puesto que debemos repartirnos la suma. A no ser que prefiera darme la dirección del comprador para que me arregle con él.
-No, no -porfió, a su vez, Benson-; yo he cometido la falta, yo tengo que repararla. Esté usted aquí mañana por la mañana, a las nueve.
-¡Mañana, a las nueve! -repitió la prima Juana-. Buenas noches.
Y montó de nuevo en el carruaje.
Benson no cerró los ojos en toda la noche por miedo a que el sol y el joven de la calle de Salisbury madrugaran más que él. En cuanto amaneció, corrió a la calle en cuestión, y daban las seis cuando se hallaba delante del número 2.
Antes de echar mano a la aldaba, se cercioró de que llevaba en el bolsillo una bolsa de monedas de oro. “Supongo -pensaba- que la vista del dinero seducirá a mi modesto joven, y, sobre todo, a la tía vieja, a quien tal vez haya que indemnizar. ¡Magnífico! Estoy prevenido. Llamemos.”
-¿Quién es?
-¿Está levantada la señora de Truman? -preguntó Benson por el ojo de la cerradura.
-Aún no.
-¿Y su sobrino?
-Soy yo -respondió una voz desde dentro.
Y al abrirse la puerta. el sobrino, presentándose en persona, expresó su extrañeza por tan temprana visita.
-Caballero -le expuso Benson-, nunca se apresura uno lo bastante, cuando se trata de reparar un error. Lo cometí anoche, al venderle un armario que me descabalaba la pareja. Y vengo a deshacer el trato; pero soy demasiado justo para no resarcirle espléndidamente. Usted mismo escogerá lo que quiera de toda mi tienda.
-De ningún modo, señor. Mi tía está entusiasmada con el regalo y no creo que haya el menor error. Por otra parte, todavía no he abierto los cajones, y recordará usted que lo he previsto todo... ¿Y si encontrase en él mi fortuna? Esos muebles antiguos de familia han enriquecido a más de un heredero, como le decía a usted ayer.
Hubo una pausa. Benson reflexionaba y calculaba. Reanudó la conversación a media voz y apoyó su elocuencia sacando del bolsillo la bolsa. Y debió de hallar, por fin, un argumento contundente, porque media hora más tarde el armario gótico entraba de nuevo en la tienda, después de desandar, a hombros del prestamista, todo el camino recorrido la víspera.
-¡Al fin respiro! -exclamó-. Pero ¿aguardaré a las nueve? ¡Ah! ¡Esa buena prima que cree que no puedo prescindir de su alfiler! Aquí tengo una hachita que ha roto otros muchos muebles!
Monologando así, sacó el primer cajón del armario y vio pegado en una de las paredes interiores un papel.
-¡Vaya, vaya! -murmuró-. ¿Será uno de los billetes?
Y leyó:
“Recibí: Jorge Evans.”
En el mismo instante entraba el joven cómico en su cuarto de la hostería de los Tres Pichones y restituía a su baúl dos vestidos de mujer.
-¡Vaya! -se dijo-. ¡Mucha prisa se ha dado en quebrar el empresario de este pueblo! Yo hubiera podido hacerle recaudar algunos ingresos con mi estreno. He tenido bastante éxito en mis papeles de la tía Truman y de la prima Juana. Deducidos de mis doscientas cincuenta libras esterlinas el alquiler de la casa de la calle de Salisbury, las dos libras del armario, lo que debo por la silla de posta y la propina de seis peniques, tan generosamente dada al ambicioso Benson, aún me quedarán las doscientas libras de mi padre, con los intereses de diez años. ¡Ojalá la conciencia de mi deudor esté tan tranquila como la mía!
FIN