(4to. deben leerlos para el 2/11)
El coleccionista de sonrisas
( Rafael R. Valcárcel )
El 26 de agosto de 1990, en la
segunda página del ‘The New York Times’, se publicó la fotografía de un
atentado producido durante la invasión de Irak a Kuwait. A pocos metros de los
cadáveres de un par de civiles, una niña miraba lo que parecía ser una muñeca,
mientras que el artículo correspondiente mencionaba a 18 kuwaitíes exiliados,
que recordaban a sus más de 500 compatriotas muertos. Y si bien existía una
relación entre el texto y la imagen, el rostro de la niña hablaba de otra
historia, que no tenía nada que ver con los personajes retratados. Era como si
ella hubiese acabado de sonreír hacía un segundo.
Albert O’remor no era
corresponsal de guerra, pero a su representante le fue sencillo contactar con
el ‘Times’ y venderle los derechos de la fotografía, porque O’remor gozaba de
cierto prestigio en el ámbito artístico neoyorquino. Aunque prestigio no es el
término más adecuado para definir su posición en ese gremio. Prácticamente no
se hablaba de la calidad de su trabajo, sino del tema recurrente que siempre
abordó en sus obras, derivando las conversaciones hacia los posibles orígenes
de su obsesión, donde las opiniones eran encontradas e iban de lo dramático a
lo sublime, pasando incluso por la burla. En lo que sí estaban todos de acuerdo
era en que su ‘enfermedad’ era degenerativa. Si no fuese así, por qué otra
razón viajó a Kuwait a retratar a esa niña, por qué necesitaba situaciones cada
vez más dolorosas para capturar una sonrisa.
Albert O’remor, de madre danesa
y padre irlandés, nació en Baltimore, Estados Unidos, en 1958. Ya a sus cuatro
años, Albert comenzó a manifestar una especial atracción por las sonrisas
ajenas y, con el tiempo, pasó a convertirse en una profunda fascinación,
despertando un incontrolable deseo por coleccionarlas. En su octavo cumpleaños,
le obsequiaron una ‘Instamatic 133 de Kodak’. Como era de suponer, al comienzo,
cualquier sonrisa le valía, mas ese comienzo fue muy breve, porque el mismo día
en el que le regalaron la cámara, agotó el carrete con los rostros de los
invitados que posaron para él y no pudo ver las imágenes hasta tres semanas
después, cuando consiguió ahorrar lo suficiente para revelar los negativos.
Tras esa primera experiencia,
se dedicó a sorprender a sus familiares con la intención de obtener sonrisas
espontáneas. Los flashes provenían de debajo de una cama, del asiento posterior
del coche, de entre las ramas, del armario y de cuanto lugar le sirviese para
su cometido. Una vez completado su décimo álbum, volvió a cuestionarse, optando
por incluir a desconocidos. Así lo hizo
durante más de una década.
A pesar de aparentar ser un
dato irrelevante, antes de proseguir, me gustaría destacar una de las series
que formó parte de este período, compuesta por las sonrisas de una hippie que
mostraban las distintas variaciones de la expresión con respecto al tipo de
droga que ella había consumido. Esta serie —no en ese momento, pero sí cuando
reflexionó al respecto— ocasionó que O’remor hiciese una pausa prolongada. Los
siguientes dos años no tomó ninguna fotografía, los empleó en clasificar las
16,478 que ya tenía. Fue consciente de que una sonrisa al despertar tenía
distintos matices que una al acostarse, que la de su hermano menor era distinta
cuando veía a su madre que cuando veía a su padre, que la de su abuelo variaba
en el día y no con la edad, que una sonrisa no era más bella por el rostro sino
por la sinceridad y que, sin excepción, todos teníamos la capacidad para
mostrarla. En ese punto tuvo dos sensaciones. Su colección era bella; sin
embargo, no era tan especial. Cualquiera podría tener una como la suya,
simplemente era una cuestión de tiempo y dedicación. Se quedó en blanco tres
años más.
En 1984, volvió a coger la
cámara bajo la siguiente premisa: “Todos podemos sonreír, pero no todos somos
iguales”. Se puso a fotografiar a personas famosas. Le duró una semana. Las
revistas de un quiosco contenían más de las que él podría conseguir en toda su
vida. Se sintió estúpido por haber planteado una premisa tan vulgar. Lanzó
otra: “Todos podemos sonreír, pero a unos les cuesta más”. Con el ánimo
renovado, retrató a mendigos, minusválidos, a payasos sin disfraz, soldados de
guardia y a cuanto estereotipo se le cruzó por la mente. Se dio cuenta de que
no era tanto un asunto de personas… y se atrevió a lanzar una tercera: “Todos
podemos sonreír, pero hay momentos en que nos es casi imposible hacerlo, porque
no nos nace o nos lo prohibimos”.
Albert pasaba las mañanas
observando los entierros y, en las noches, hacía guardia en la sección de
urgencias de los hospitales. Una que otra vez, para variar la rutina, se
asomaba a los incendios y a otras desgracias ocasionales, conducta que fue muy
criticada tanto por algunas instituciones sociales como por la mayoría de los
artistas neoyorquinos. No obstante, O’ sostenía, de cara a sí mismo, que una
sonrisa, en un momento de tragedia, evitaba que se destrozasen fibras
emocionales profundas. Para valorar mejor su perspectiva, es necesario
enfatizar que a él le deslumbraban las sonrisas y no las risas (ya sean con
gracia o histéricas).
Unos meses antes de que Irak
invadiera Kuwait, Albert O’remor se había instalado en Oriente Medio. Quería
saber cómo eran las sonrisas de las personas que vivían en una tragedia
constante. Sin duda, su fascinación lo colmó. Eso explica que el día en el que
retrató a la niña del ‘Times’, cuando se produjo la explosión seguida de un
tiroteo, en lugar de correr, le regaló la muñeca a la niña, para fotografiarla.
En medio de esa sesión, una bala lo alcanzó. La pequeña dejó la muñeca y cogió
la cámara.
Tras su muerte, se realizó la
primera exposición sobre su trabajo. La galería Leo Castelli presentó la
“Smile’s Collection”, incluyendo la foto que tomó la niña kuwaití, la única en
la que aparecía Albert O’remor.
Los
niños que creían en nada
( Rafael R. Valcárcel )
Nadie le daría trabajo con lo
vieja que estaba, e indagar sobre si disponía de ahorros para montar un negocio
en toda regla sería una falta de sensibilidad; por no decir un exceso de
estupidez. Qué hacer cuando las carnes te exigen sobrevivir. ¿Pedir limosna?
Buenos Aires ya no estaba para eso. Tendría que ganarse la vida haciendo algo
de dudosa moralidad. Qué cosa. Qué podría hacer sin perjudicar a la gente. Optó
por vender aire, como lo hacían miles de empresas, pero ella no sería una
desalmada. Cobraría montos irrelevantes y el aire que daría a cambio no
contendría un valor superfluo.
Empezaría a venderlo de
inmediato porque, además, sabía que ningún pariente le iba a dar cobijo. No los
tenía, ni hacia los lados ni hacia abajo. Hacia arriba, menos. Sandra realmente
era vieja. 57 años olvidada en la cárcel por haber matado a su marido le
impidieron procrear. Era él o ella. Los moratones acumulados en su cuerpo lo
demostraban, pero en el juicio no valieron. El abogado contratado por su suegra
era de los caros, de esos con influencias.
Desde el 12 de octubre de 2003,
Sandra anduvo libre por las calles. ¡Vaya mentira! Sus carnes la arrinconaron
más que nunca. En su estómago tenía aire, pero uno muy distinto del que estaba
por vender. En la cárcel había aprendido algo de magia. Hacía desaparecer
objetos pequeños, como cigarrillos y monedas. Con una esfera de cristal de
cuatro centímetros de diámetro no tendría problemas.
Entre la basura, encontró cajas
de un tamaño ideal para empaquetar, una y otra vez, su única esfera. Sólo le
faltaban cintas de colores para, en el momento de la venta, atar la caja
correspondiente y adornarla con un listón. Las consiguió enseguida.
Frente a una tienda de
juguetes, interpretando el papel de una bruja buena de cuento, atraía la
atención de los pequeños con un discurso dulce en el tono y seductor en las
palabras: “Mira esta bola de cristal. Es ligera como el aire. Es mágica. Mágica
para los que poseen el don. ¿Tú lo posees? No mires a tus padres, la respuesta
sólo la puede saber uno mismo. Meteré esta bola especial en esta caja… así,
¿ves? Ahora, ataremos la caja con esta cinta para asegurarnos de que se
mantenga cerrada hasta que llegues a tu casa. Si al abrirla descubres que la
bola se ha desmaterializado (que ya no está), sabrás que posees el don. Pero la
bola no habrá desaparecido, sólo habrá cambiado de lugar. Habitará dentro de ti
para siempre y te será muy útil en tus sueños, porque con ella vencerás a
cualquier monstruo y te ayudará a encontrar mundos llenos de personas y cosas
bellas y alegres. Dormirás feliz”. Los padres, confiando en que la vieja los
timase con una caja vacía, se la compraban por unas cuantas monedas.
Funcionaba.
El boca a boca hizo cada vez
más conocida a la vieja de enfrente de la juguetería en Rivadavia, entre la avenida Otamendi y
Campichuelo.
A Sandra Febres Queipo se le
recuerda como “La bruja de la bola invisible”. Murió el 7 de enero de 2005. Ni
bien pasaron dos meses, la juguetería —que no voy nombrar para no hacerle
publicidad— lanzó un producto con la imagen ilustrada de su personaje y con el
nombre con el que se le conocía. No lo vendieron como esperaban. En 2008
dejaron de producirlo. Pensaron que la magia de Sandra también era
comercializable, pero pasaron por alto el truco de su éxito. Era la voz de
ella, la convicción en su tono, lo que agudizaba en los niños el don de creer…
de creer que en esa nada que encontraban en la caja fuese posible todo. (www.nocuentos.com)