Ernest Hemingway
El
viejo y mar es una novela que nos presenta la filosofía de "El viejo"
(Santiago) como pescador y su relación con el mar o "la mar", como lo
llama él, "porque así es como le dicen en español cuando la quieren".
Santiago, un viejo pescador cubano, después de ochenta y cuatro días de no
capturar un pez, decide hacerse al mar. Siendo él extremadamente pobre, recibe
la ayuda de Manolín, "el muchacho" quien es su amigo y quien fuera
antes su aprendiz. Años atrás, el viejo enseñó al muchacho a pescar, pero la
mala suerte hizo que el padre de Manolín lo obligara a dejar a Santiago para
salir con un bote que tuviera buena suerte. El muchacho, quien aún le tiene
cariño al viejo, le consigue sardinas para usar como carnada, y cena, para
recuperar fuerzas para salir a pescar. Antes del amanecer, sale Santiago al
mar. Mientras rema, piensa el protagonista en sus días de mala suerte, pero se
consuela pensando que cada día es un nuevo día. Que es bueno tener suerte, pero
que se necesita estar preparado. "Luego, cuando venga la suerte, estaré
dispuesto".
Después
del amanecer, cuando el sol está a dos horas de altura, ve el viejo un grupo de
aves marinas de largas alas negras girando en el cielo sobre él. Las aves le
indican la presencia de unos grandes dorados. Santiago persigue a las aves y a
los peces, pero van demasiado rápido y se le escapan. El viejo sigue remando,
sabe que su "pescado grande" tiene que estar en alguna parte.
A lo
largo del día, confusos pensamientos atraviesan su mente, desde el béisbol y su
venerado Di Maggio, cuyo padre fue también pescador, hasta la posibilidad de
que la gente lo considere loco por hablar consigo mismo. Es en medio de esos
pensamientos, que siente un vivo tirón en uno de los sedales. En este punto de
la historia comienza el verdadero duelo entre Santiago, el viejo, y su mar,
representado por un pez, enorme e increíblemente duro.
Santiago
permite al pez que lo arrastre con él, es un pescador paciente y experto y sabe
que el pez va a cansarse, a necesitar alimento y él va a poder acercarse lo
suficiente para clavarle su arpón en el corazón. Después de cuatro horas, el
viejo se pregunta cómo será este pez al que todavía no ha visto. Después de la
puesta del sol y para distraerse del dolor causado por la postura forzada para
sostener el sedal, vuelven sus pensamientos al béisbol, desearía tener una
radio, como la gente rica, para escuchar los partidos y enterarse de los
resultados. Después de una noche entera sosteniendo el sedal para evitar que el
pez se escape, Santiago siente los efectos del cansancio y el dolor de la
vejez. Extraña al muchacho. "Nadie debiera estar solo en su vejez. Pero es
inevitable", piensa Santiago. Se alimenta de pescado crudo para recobrar
la energía suficiente para la pelea que se avecina. Siente pena por este pez,
tan grande y maravilloso, pero sabe que tiene que matarlo. Recuerda, con
tristeza, la ocasión en la que él y el muchacho pescaron una de dos agujas que
iban en pareja. El macho de esta especie siempre deja comer a la hembra
primero. La hembra luchó desesperadamente por su vida. Y el macho nunca la
abandonó. Tanto Santiago como Manolín sintieron tristeza, le pidieron perdón a
la hembra y le abrieron el vientre con rapidez para que no sufriera.
Empieza
a ponerse el sol por segunda vez. El viejo, para darse fuerzas, recuerda un
momento de su vida cuando, siendo más joven, había pulseado con "el gran
negro Cienfuegos" durante todo un día y toda una noche, en Casablanca. Y
había ganado. Entonces no era viejo sino "Santiago El Campeón".
Al caer
la noche, el viejo, cansado, se recuesta contra la madera gastada de la proa,
decide usar los remos para sujetar el sedal y poder descansar. Vuelve a sentir
pena por el gran pez que no tiene nada que comer. Santiago siente que el castigo
del anzuelo es malo para el pez. Pero el castigo del hambre y el encontrarse
frente a una situación que no comprende es lo peor.
En sus
sueños aparece primero una vasta mancha de marsopas en época de apareamiento,
brincando en el aire. Sueña luego que está en su pueblo, en su cama. Y luego
surgen en sus sueños la larga playa amarilla y sus leones en África
"jugando como gatitos en la playa". Es feliz.
Al
amanecer del tercer día empieza el pez a dar vueltas. Es el momento que
Santiago ha estado esperando. Comienza el duelo final. Durante horas el pez
gira en torno a la barca. Santiago resiste, pero está agotado. Siente vahídos y
mareos. Justo cuando empieza a rogar a Dios para que le ayude a resistir,
siente una serie de tirones y sacudidas en el sedal que está sujetando con
ambas manos. El pez está golpeando el alambre con su pico. Santiago sabe que
cada golpe puede ensanchar la herida. El viejo trata de evitarle dolor al pez,
a pesar de estar sufriendo él mismo dolores inenarrables. En la vuelta siguiente
ve al pez, bello y tranquilo. Con su arpón en la mano, lo ve acercarse. Siente
que la lucha va a vencerlo. "Me estás matando pez –pensó el viejo-. Pero
tienes derecho, hermano". Jamás había visto él una cosa más grande, ni más
hermosa, ni más tranquila, ni más noble. Cogiendo todo su dolor y lo que queda
de su fuerza clava el arpón en el corazón del pez, que se levanta del agua,
mostrando toda su longitud y anchura y todo su poder y belleza en la muerte.
Amarra
Santiago el enorme pez al costado del bote para volver al puerto. Todo su
esfuerzo es inútil si no puede acarrear el pez al mercado para su venta. Pero
la distancia es grande y los tiburones han percibido la sangre del pez en el
agua. El primer tiburón que los ataca se lleva cuarenta libras del pez antes de
que el viejo lo mate. Y deja al pez sangrando. La sangre en el mar atrae más
tiburones. Santiago se cuestiona haber matado a su pez. "Quizás haya sido
un pecado", piensa. Dos horas después dos galanos, tiburones
extremadamente agresivos, han captado el rastro de la sangre. Al final del día
no queda nada del pez que pueda ser vendido, sólo queda la cabeza y el
espinazo. Santiago se cuestiona el haberse alejado demasiado de la costa. Se
siente derrotado y cansado por dentro.
Cuando
llega Santiago al puerto se da cuenta de la magnitud de su cansancio. Quita el
mástil de la carlinga y empieza a subir hacia su choza. Al mirar hacia atrás,
al reflejo de la luz de la calle, ve la gran cola del pez levantada detrás de
la popa del bote, ve la línea desnuda del espinazo, y la cabeza con el saliente
pico. Llega a su choza y se duerme. Manolín lo encuentra dormido cuando entra a
la casucha la mañana siguiente. El muchacho lo despierta, le lleva café, y le
cuenta que han estado buscándolo por dos días, con guardacostas y aeroplanos.
"Me derrotaron", dice el viejo. "No. El (el pez) no. Él no lo
derrotó". Manolín insta al viejo a descansar, a recuperarse, porque él va
a volver a salir a pescar con el viejo. Sin importar lo que digan sus padres.